Transcurrirán largas horas en las que, a final de cuentas, nos observaremos a un espejo en el que apenas podremos mirarnos.
Hay mucha expectativa ante la jornada que hoy se desarrolla. Más allá del trasiego político, siempre será oportuno preguntarnos acerca de lo que nos implica como sociedad momentos como éste y, principalmente, el día a día. Sí, será el momento en el que nos recuerden que hay derechos que son inapelables y obligaciones que despiertan debates, discusiones acaloradas en las que cada argumento se defiende desde trincheras imaginarias o la parsimonia de quien sabe que todo puede ser parte de una mala broma.
Transcurrirán largas horas en las que, a final de cuentas, nos observaremos a un espejo en el que apenas podremos mirarnos y reconocernos frente a una imagen que se ha fragmentado o distorsionado, una figura que quizá se ha comenzado a difuminar entre las huellas del tiempo que han afectado ese invento que nos enfrenta a nosotras y nosotros mismos. Bastarán unas cuantas noticias para saber que se ha empañado el fulgor de esa imagen, pero que allí está, que persiste ante los estragos del tiempo, la suciedad y la destrucción. No es buen momento de escribir con el dedo índice, entre los rastros de nuestra respiración, el nombre de Gregorio Samsa. Tal vez sea oportuno trazar la salida de ese laberinto que se halla a nuestras espaldas. Porque allí seguiremos, reconociéndonos y transitando el devenir de los días, construyendo el andamiaje de nuestras ideas, buscando la yesca que será el combustible de un fuego que se comparte en cualquier mesa o mientras se camina por las calles de lo cotidiano.
Desde hace algún tiempo ha rondado por los pasillos de las ocurrencias un poema, El Espejo, del gran escritor Jorge Luis Borges, cuyas palabras son como esas pequeñas piedras que permitían el regreso de Hansel y Gretel o la madeja del hilo que le señalaba el camino a un Teseo que volvía con los signos de la victoria entre la confusión del laberinto: Yo, de niño, temía que el espejo/ Me mostrara otra cara o una ciega/ Máscara impersonal que ocultaría/ Algo sin duda atroz. Temí asimismo/ Que el silencioso tiempo del espejo/ Se desviara del curso cotidiano/ De las horas del hombre y hospedara/ En su vago confín imaginario/ Seres y formas y colores nuevos./ (A nadie se lo dije; el niño es tímido.)/ Yo temo ahora que el espejo encierre/ El verdadero rostro de mi alma,/ Lastimada de sombras y de culpas/ El que Dios ve y acaso ven los hombres.
No es momento de detenernos en la paradoja que existe en cada una de las palabras del poeta que supo nadar entre las paredes y los anaqueles de su ceguera. Quizá sólo baste con subrayar el eco de las últimas palabras con las que nos revelamos sin la cortapisa del engaño. Así, el día de hoy seremos la imagen y el espejo de nuestra propia sociedad, de quiénes llegamos a ser bajo estas circunstancias y cómo nos mostramos ante quienes habitarán el futuro, niños, niñas, jóvenes que, a fin de cuentas, no tienen por qué saldar las deudas de la historia. Suficiente tendrán con el cambio climático y la crisis hídrica y de energía que ya se cierne sobre sus hombros. Sí, hay una profunda exigencia en la brevedad de un signo.
Pero volvamos a los pasillos de los versos que han florecido entre la hojarasca de las antiguas batallas y aquellas que hoy se dirimen en el tablero de la incertidumbre y la muerte. Es turno de Cavafis, el poeta que le dio voz a los caballos de Aquiles, el que nos permitió imaginar que la llegada de los bárbaros, al menos, eran un motivo para ser diferentes. Sí, el poeta que convirtió a Ítaca en la Rosa de los Vientos, nos comparte en su poema Velas, de 1893: Los días futuros se yerguen ante nosotros/ como una hilera de pequeñas velas encendidas/ iluminadas, tibias, vivas/ Quedan atrás los días pasados:/ una triste línea de velas consumidas/ aún humean las más cercanas/ Velas frías, derretidas, deformes/ No las quiero ver, me entristecen sus formas/ y me aflige el recuerdo de su primera luz/ Veo hacia adelante, a mis velas encendidas./ No quiero tornar al pasado,/ no quiero estremecerme al verlo/ Qué rápido se alarga la línea sombría;/ cuan pronto se multiplican las velas extintas. (trad. Cayetano Cantú, Material de lectura, UNAM).
Sí, es imposible que no llenemos nuestros anaqueles con las velas extintas, pero otras tantas se deberán encender para que las próximas generaciones puedan reunirse en torno al porvenir para compartir su propia imagen. Hoy es una de esas jornadas que nos recuerdan lo que somos y todo lo que ha costado llegar a emplear un simple signo —como en cada letra, las palabras y su vieja música— en el ejercicio de nuestra libertad. Un signo en el que el presente, el pretérito y el porvenir se concentran en el reflejo de quienes somos y lo que seremos. Tendamos los hilos y pulamos los espejos para mirarnos sin la reserva de la incertidumbre.